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La ruedita de la vida

“El sacrificio es lo más grande que hay", decía mi padre. Era una expresión que usaba los domingos, cuando descansaba, después de trabajar en un bar de Canning y Córdoba doce horas diarias y seis días a la semana. Aquél era una especie de rezo laico, o galaico, como se prefiera. Un legado cultural. Los inmigrantes españoles y también los italianos, los sirios y los judíos tenían por filosofía el trabajo a cualquier precio y se regodeaban en el cansancio. La abuela polaca de un amigo le decía siempre: "El sacrificio trae beneficio". El sacrificio llevaba al progreso en la Tierra y a la recompensa en el cielo. Los hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes fuimos criados en esa concepción, que Benjamín Franklin ayudaba a definir en el siglo XVIII: "La pereza viaja tan despacio que la pobreza no tarda en alcanzarla".


La pereza era entonces, y en muchos casos no ha dejado ser nunca, el peor de los pecados posibles en una sociedad formada por corrientes migratorias. Una traición a la historia, a la integridad y al destino. Un imán del vicio y la miseria. En la Argentina, el perezoso de clase alta es un ocioso rentístico; el de clase media, un vago; el de clase baja, un marginal.

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Pero como decía Beckett, no existe pasión más poderosa que la pasión de la pereza. Para un indolente con argumentos el mundo actual es ese injusto sistema según el cual pedimos a los gritos que nos den trabajo, es decir: hacemos lo imposible para que nos acepten como esclavos.

En las sociedades burguesas modernas las secuelas de la pereza, sin embargo, no necesariamente tienen relación con la productividad. Hoy hasta los seres más productivos sienten culpa de practicar la nada, aun en los permitidos recreos del trabajo. Antes se pensaba que si uno hacía ocio, estaba perdiendo la posibilidad de ganar dinero. Hoy, si uno cae en el ocio, piensa que se está perdiendo algo importantísimo que está pasando en otra parte. Algo que debe gozar o realizar y que no debe perderse.

Esa extraña inquietud debe mucho a este mundo de opciones diversas, planos múltiples y mandatos infinitos. Por mandatos me refiero a mantenerse en forma con distintas clases de gimnasias, aventurarse en nuevas tecnologías, estudiar de manera perpetua, asistir a cursos, ver películas, leer todo lo que se puede, visitar lugares imperdibles, hacer terapias, practicar el sexo con intensidad, y otros asuntos de vida o muerte. Los mandatos que nos tienen corriendo interminablemente como cobayos en la ruedita de la vida.

La filósofa Diana Cohen Agrest revela, en la nota de tapa de esta edición, cómo el hombre fue creando asombrosos instrumentos y rebusques -desde el control remoto y los celulares hasta el delivery- para responder a la humana necesidad de la pereza. Y sin embargo, cuantas más herramientas tenemos, más cosas queremos hacer. No hay herramienta que calme esa ansiedad como de año nuevo. La rueda gira y gira, y nosotros estamos siempre cansados y con la tremenda culpa de que dejamos de hacer algo obligatorio y esencial: seremos, por lo tanto, castigados a raíz de esa deserción imperdonable.

No recuerdo, en este momento, más de cuatro días seguidos de pereza consciente. Dios o el diablo siempre me persiguen para que no me distraiga. Porque el sacrificio, como todo el mundo sabe, es lo más grande que hay.

Por Jorge Fernández Díaz


Director de adnCULTURA

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