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Ra



Ra

Recostado en su inmortal lecho de oro dormía Amenofis IV, plácido y despreocupado, absolutamente ajeno a los Hados que esa noche cambiarían la historia de Egipto. Una llama interna lo arrebató del sueño; tambaleándose entre las brumas del despertar y la lucidez lejana que nos da la oscuridad de la noche, vislumbró una figura pequeña. Sostenido en un cayado, el hombre viejo –desesperadamente viejo- desprendía un aroma a la vez cercano y remoto. Aromas de loto y papiro acechaban embriagadores, como escoltando y aun prefigurando la imagen de la que provenían.
El faraón, extático, balbuceó palabras que, ignoradas por el anciano, flotaron en la brisa húmeda del dadivoso Nilo. En un ademán casi imperceptible, tan solo una Flor dejó caer quien representaba para el rey la imagen cabal de la humildad y el poder, de la sabiduría y la inquebrantable voluntad. No podía decir si la persona que lo acaparaba impunemente le producía temor o inquietud o esperanza; sí podía, con espíritu vehemente, afirmar que despertaba en él una profunda admiración. Admiración que, lindando con la envidia, lo acercaba a la conmiseración universal y al oprobio.

El graznido de una grulla lo despertó. Comprobó con alegría que el cuerpo de quien fue la más hermosa mujer que jamás existió sobre la faz de la tierra yacía junto a él abrazada a un sueño tranquilo. La paz de la mañana se transformó al instante en una euforia apenas contenida, mezcla armoniosa y letal de incertidumbre y júbilo. Sobre el lecho, entre los dos amantes, una Flor como nunca antes había visto le recordó el sueño que había tenido (“si realmente fue un sueño”, pensaría después). Tenía la forma de una flor de loto, pero no lo era. Era la imagen misma de Ra, del poderoso sol que daba vida y esperanza a su glorioso imperio.
La flor nunca se marchitó y desde ese momento ciñó hasta su muerte el sedoso costado de la reina Neferiti. Sin vacilar, e impulsado por la lujuria extática de la visión divina, Ekhnatón (como decidió llamarse desde entonces, o como decidieron los Hados) mandó construir un esplendente templo y disolvió el consejo de sacerdotes. Adoró a Ra con devota convicción y desterró a sus viejos dioses. Egipto conoció, más de mil años antes del nacimiento de Cristo, la elevada pureza de un dios único.


Pablo Naumann

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1 comentarios:

Nashingae dijo...

excelente...hasta con ciertos datos históricos al mejor estilo borgeano. Me quedo con el primer párrafo...muy descriptivo y figurativo sin ser pesado, y con una frase, probablemente la menos relevante: "...el hombre viejo –desesperadamente viejo-...".
buenisimo!

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