Ra
El faraón, extático, balbuceó palabras que, ignoradas por el anciano, flotaron en la brisa húmeda del dadivoso Nilo. En un ademán casi imperceptible, tan solo una Flor dejó caer quien representaba para el rey la imagen cabal de la humildad y el poder, de la sabiduría y la inquebrantable voluntad. No podía decir si la persona que lo acaparaba impunemente le producía temor o inquietud o esperanza; sí podía, con espíritu vehemente, afirmar que despertaba en él una profunda admiración. Admiración que, lindando con la envidia, lo acercaba a la conmiseración universal y al oprobio.
El graznido de una grulla lo despertó. Comprobó con alegría que el cuerpo de quien fue la más hermosa mujer que jamás existió sobre la faz de la tierra yacía junto a él abrazada a un sueño tranquilo. La paz de la mañana se transformó al instante en una euforia apenas contenida, mezcla armoniosa y letal de incertidumbre y júbilo. Sobre el lecho, entre los dos amantes, una Flor como nunca antes había visto le recordó el sueño que había tenido (“si realmente fue un sueño”, pensaría después). Tenía la forma de una flor de loto, pero no lo era. Era la imagen misma de Ra, del poderoso sol que daba vida y esperanza a su glorioso imperio.
La flor nunca se marchitó y desde ese momento ciñó hasta su muerte el sedoso costado de la reina Neferiti. Sin vacilar, e impulsado por la lujuria extática de la visión divina, Ekhnatón (como decidió llamarse desde entonces, o como decidieron los Hados) mandó construir un esplendente templo y disolvió el consejo de sacerdotes. Adoró a Ra con devota convicción y desterró a sus viejos dioses. Egipto conoció, más de mil años antes del nacimiento de Cristo, la elevada pureza de un dios único.
Otra vez el mar - Puente Celeste
Antes del Fin - Ernesto Sábato
- "Lean lo que los apasione, será lo único que los ayudará a soportar la existencia"
- "El tango es un pensamiento triste que se baila" (Discépolo)
- "Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin su hijo..."
- "...la literatura me permitió expresar horribles y contradictorias manifestaciones de mi alma, que en ese oscuro territorio ambiguo pero siempre verdadero, se pelean como enemigos mortales."
- "Sus locuras, sus permanentes divagues eran un espacio de libertad en medio de la estrechez del mundo cientifista" (dice Sábato sobre Oscar Domínguez, pintor español)
- "Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía por enseñarme; no sucediera que, estando próximo a morir, descubriese que no había vivido."
- "Muchos pensarán que es una traición a la amistad, cuando es fidelidad a mi condición humana."
- "La creación es esa parte del sentido que hemos conquistado en tensión con la inmensidad del caos."
- "Aquellos seres modestos, esos analfabetos, llenos de bondad, y los jóvenes con su candorosa esperanza, son los que me salvarán. En cambio, todo lo otro, las precarias hipótesis, las ideas y teorías de los ensayos, no sirven para justificar la existencia."
- "...el hombre tiembla ante la imposibilidad de toda meta y el fracaso de todo encuentro."
- "Hay en las situaciones límite un impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al ser." (Jaspers)
- "La forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre." (Jaspers)
- "Hemos fracasado sobre los bancos de arena del racionalismo; demos un paso atrás y volvamos a tocar la roca a abrupta del misterio." (Urs Von Balthasar)
- "Ya no quedan locos, se murió aquél manchego, aquél estrafalario fantasma en el desierto. Todo el mundo esta cuerdo, terrible, monstruosamente cuerdo." (León Felipe)
Etiquetas:
Nashingae,
reflexiones
Fotoescritura

La locura de un amigo..
Gran amigo, compañero de facultad, gran talento, multifacético. Clown, actor, radioaficionado, escritor, periodista... Y tantas cosas más. Con ustedes, Manuel Gutiérrez Arana, el "MARMO"...
Semáforo. Ahí, viene, ahí viene. Desde lejos lo vi avanzar.
- ¿Le limpio el vidrio, capo?
- No, papá... el vidrio, no –le respondí-. Dejáme que corro el auto y me lo limpiás todo. Te pago un veinte, ¿te parece?
Duro... se quedó duro, no supo reaccionar.
Su mirada se perdió en el asfalto, los brazos le colgaban a un lado del cuerpo. La esponja para limpiar el vidrio chorreaba detergente en la senda peatonal.
No supo responderme. El orden de rutina había sido quebrado... la incorruptible sucesión de hechos había sido alterada. No supo responderme. Lo único que pudo hacer fue acercar la esponja su boca y comerla. Y allí quedó... estupefacto, atónito... masticando la esponja en el medio de la avenida.
“2x1... las mejores carilinas. 2x1, señor. 2x1, señora. Las mejores carilinas. Limpian todos los mocos. Lleve dos, pague una”, gritaba un vendedor ambulante en la calle. Hoy vas a vivir algo distinto, viejo, le dije para mis adentros. Basta de rutinas.
- ¿Cuánto están, maestro?
- 2x1, jefe.
- Bueno, dame una y cobrame dos... hacéme la gauchada.
Duro... se quedó duro, no supo reaccionar.
- ¿Me escuchás?... dame una carilina, acá tenés... te pago dos.
De golpe su pecho se infló casi hasta explotar... empezó a respirar muy fuerte, muy agitado. Clavó su mirada en el piso, su cuerpo se sacudió en miles de temblequeos y tiró la bandeja con todas las carilinas a la calle. Salió corriendo sin decir nada.
Seguí viaje. Enseguida vi un cana manejando su patrullero... ahí parado en la esquina, esperaba que el semáforo se pusiera en verde. Cobani, yuta, gorra, rati. Hoy vas a vivir algo distinto, viejo, le dije para mis adentros. Refugiado en su uniforme azul, intentaba chamullar la rutina de su trabajo escuchando la radio... siempre alerta, a la caza de alguna cometa. Hoy vas a vivir algo distinto. Lo perseguí un par de cuadras. Ni bien lo alcancé, frené el auto, bajé la ventana y le dije:
- Oficial... hace dos meses que ando sin registro. Quisiera que me multe.
El tipo no entendía si lo estaba gastando o qué.
Duro... se quedó duro, no supo reaccionar.
- Anduve en infracción mucho tiempo. ¿Sería mucha molestia que me sancione con una multa?
El tipo rompió en un llanto. Ese día, su trabajo dejó de tener sentido. Pude leer su apellido en la placa de bronce. Al día siguiente, el comisario Rodríguez presentó su renuncia y abandonó la Policía Federal.
Time to lunch. Hora de comer, en la casa de Ronald.
Una de las empleadas, camisa a rayas blancas y rojas, me disparó su más artificial sonrisa y me saludó:
- Buenas tardes, bienvenido a Mc Donalds. ¿Cuál es su pedido?
- Buenas tarde –le dije-. Bienvenida al Mc Donalds. Me interesaría saber cuál va a ser su pedido.
Dura... se quedó dura, no supo reaccionar.
Todos sus esquemas se desplomaron de un saque.
Enseguida se puso a correr en círculos mientras gritaba enloquecida y se agarraba de los pelos.
Con la envión ganada, pegó un salto y se lanzó de cabeza a la freidora de papas fritas.
Hace días pusieron un combo en honor a ella... el Combo Marta.
¡La pucha que estamos robotizados!
Paso por paso, huella por huella... nuestros caminos parecieran ya estar marcados, diseñados.
Proletarios, trabajadores... laburantes... innoven, creen, sorpréndanse.
¡Acaben con la rutina!
¡Acaben con la monotonía!
Y, por favor... ¡JUEGUEN!
Manuel Gutiérrez Arana
Para ver más del Marmo, acá va el enlace 8gradospunto5
El Sur
Jorge Luis Borges, en este, uno de sus pocos cuentos, ilustra la locura, el delirio al que se puede llegar, en los límites de un estado de insanía febril...
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Seguir Leyendo...
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
Etiquetas:
Chango,
locura,
reflexiones
La Locura Lo Cura
Puede que aquella minoría que solemos llamar locos sean los que tuvieron la fortuna de estar cuerdos y de animarse a vivir su realidad, y nos miran con ojos raros al ver que todos intentamos hacer una realidad igual para todos....sera que ellos piensan... estos locos que nos encierran a nosotros se deben aburrir afuera de estos edificios donde uno puede aprender cosas distintas de cada uno de los que se hospedan en este hotel de realidades maravillosamente interesantes de ser escuchadas.
Etiquetas:
catársis,
reflexiones,
Tero
Loco él, loco yo.
Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste? Salís de tu casa, por Arenales. Lo de siempre: en la calle y en vos. . . Cuando, de repente, de atrás de un árbol, me aparezco yo. Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus: medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano. ¡Te reís!... Pero sólo vos me ves: porque los maniquíes me guiñan; los semáforos me dan tres luces celestes, y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares. ¡Vení!, que así, medio bailando y medio volando, me saco el melón para saludarte, te regalo una banderita, y te digo...
Seguir Leyendo...
Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
No ves que va la luna rodando por Callao;
que un corso de astronautas y niños, con un vals,
me baila alrededor... ¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá!
Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión;
y a vos te vi tan triste... ¡Vení! ¡Volá! ¡Sentí!...
el loco berretín que tengo para vos:
¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré
con un poema y un trombón
a desvelarte el corazón.
¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Como un acróbata demente saltaré,
sobre el abismo de tu escote hasta sentir
que enloquecí tu corazón de libertad...
¡Ya vas a ver!
Salgamos a volar, querida mía;
subite a mi ilusión super-sport,
y vamos a correr por las cornisas
¡con una golondrina en el motor!
De Vieytes nos aplauden: "¡Viva! ¡Viva!",
los locos que inventaron el Amor;
y un ángel y un soldado y una niña
nos dan un valsecito bailador.
Nos sale a saludar la gente linda...
Y loco, pero tuyo, ¡qué sé yo!:
provoco campanarios con la risa,
y al fin, te miro, y canto a media voz:
Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Trepate a esta ternura de locos que hay en mí,
ponete esta peluca de alondras, ¡y volá!
¡Volá conmigo ya! ¡Vení, volá, vení!
Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Abrite los amores que vamos a intentar
la mágica locura total de revivir...
¡Vení, volá, vení! ¡Trai-lai-la-larará!
Un loco que cambió el mundo de la informática
Aprecien, valoren, aprendan, vivan...
Etiquetas:
Chango,
locura,
reflexiones
Think different
2 anuncios de Apple con 10 años de diferencia; el lema, Think different.
La locura...
Etiquetas:
Campa,
locura,
reflexiones